Quedó atrás ese lugar idealizado donde los medios formaban e informaban, se ejercía el periodismo independiente y no había distancia entre los hechos y la verdad; donde la libertad de expresar las ideas en los medios estaba despojada de intereses económicos y políticos; y también donde la confianza pública en la ética y la pulcritud en el tratamiento de las noticias permitieran llegar de modo diáfano y transparente para elevar el nivel crítico y decisional del lector, radioescucha o televidente.
Esto quedó atrás.
El nuevo siglo marcó una redefinición en la relación de los medios con el público y el poder político estatal. En este período, salvo contadas excepciones, estuvo signado por medios de comunicación concebidos como un negocio político y económico. Las características que se pueden enumerar son varias y me atrevo a señalar solo algunas: exigua evaluación de calidad, agendas alejadas del rol del control a los tradicionales poderes del Estado, escasa o nula transparencia sobre los móviles de la construcción de la información (generalmente sustentadas en un interés propio), falta de pluralidad de vínculos con los que construían la información (fuentes), fuerte caída de la credibilidad y la confianza, y un alto posicionamiento político. A esta dinámica, poco edificante de los medios privados, se le opusieron medios gubernamentales (o allegados al poder político estatal) que, bajo el argumento de la necesidad del ejercicio de la defensa propia, proliferaron y le imprimieron un voltaje similar en la expresión de la narrativa confrontativa y la construcción del relato gubernamental. En definitiva, representan caras de una misma moneda, ya que si bien oponen sus mensajes, el formato es parecido, los niveles de intensidad son equivalentes y se acuñan bajo el mismo sesgo.
Los medios se presentan como parte del escenario público de la contienda política y lo escenifican en disputa abierta con el poder político –justificado bajo la nomenclatura de periodismo de guerra– con su correlato antagónico en clave de reacción gubernamental. Políticos en los medios y personajes mediáticos en la política se funden en intereses poco transparentes que, por acción u omisión, desagregan valor al sentido magnánimo que debería ser el pilar de sostén de los medios en la construcción de las noticias.
Los conflictos se tornaron un producto funcional en esta puja de poder, debido (especialmente) a que en los medios se procesa la conflictividad social y política. La posibilidad de posicionar y de recortar, segmentar e incluso omitir el hecho noticiable del conflicto –a partir de la agenda que hacen prevalecer en base a sus estándares de conveniencia– les fue otorgando capacidad de acción con despliegues espectaculares y de omisión en connivencia silenciosa.
Planteaba con certeza y sabiduría Ryszard Kapuscinsky que estamos viviendo dos historias distintas: la de la verdad y la verdad que crean los medios de comunicación. Lo paradojal, lo dramático y peligroso es que creemos cada vez más en la historia que crean los medios y no en la verdad propiamente dicha. El cambio de época, como el que nos toca transitar, trajo consigo mutaciones vertiginosas en tiempos y espacios, incluso en la relación con las lógicas del ejercicio de poder. Entre otras manifestaciones sintomáticas de esta etapa, emergió la pérdida de centralidad de los medios de comunicación en la producción de contenidos y la formación de la opinión pública. A su vez, las nuevas tecnologías favorecieron tanto el autoprotagonismo como incidieron en la construcción de la agenda ciudadana a través de sus propios dispositivos (Facebook, Instagram, Tik Tok, Twitter). Entonces, se redujo la capacidad de incidencia de los medios hegemónicos como de su contrapartida antagónica.
Al calor de estas mutaciones, los medios se vieron impelidos a repensarse para recuperar credibilidad y legitimidad en el espacio público, para sostener su vigencia y recuperarse de su reducción en su tradicional cuota de poder.
Los conflictos mediatizados, que otrora podían representar una modelización en la opinión pública, hoy solo pueden nutrir adeptos fidelizados a causas predeterminadas, precisamente a partir del lugar que asumieron los medios en la contienda antagónica y del surgimiento de las redes sociales.
La conflictividad social y política, en escenarios de alta polarización, nos obliga a quienes trabajamos en el campo de la gestión constructiva de conflictos, a poner el foco en los medios de comunicación, ya que allí, cada vez con mayor desparpajo, se estructuran los sesgos donde se delinean argumentos posicionales para dotar de contenido a la narrativa de la contienda. Asimismo, nos exige diseñar estrategias que contemplen a los medios de comunicación y sus respectivos componentes (directivos y periodistas), ya no como un tercer lado colaborativo, que coadyuve en el esfuerzo de evitar el robustecimiento de algún actor en pugna, sino como uno de los actores directos del conflicto.
Más allá de esta lectura necesaria que da cuenta del lugar posicional que ocupan los medios de comunicación en los conflictos políticos y sociales más emblemáticos de la región, que emergieron en Bolivia, Colombia, Chile y Ecuador de manera previa a la pandemia, resulta fundamental que se estructuren programas de acción para su involucramiento en buenas prácticas para el ejercicio profesional en el manejo de la información, así como introducir dinámicas dialógicas entre diferentes actores, tanto del tejido asociativo mediático como de los actores de la política institucional, sobre el potencial rol colaborativo de los medios en los conflictos.
La generación de una intencionalidad contributiva por parte de los medios les permitirá recuperar un rol activo en la agenda política y les incrementará la confianza en la asunción de un papel estratégico en la construcción del espacio público democrático, que pueda condensar en su seno mayor pluralidad y más equidad.
Fuente Turbulencias.